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martes, 29 de mayo de 2012

Verde blanco y negro


El sábado pasado me puse mi vieja pañoleta. No es una forma de hablar: tiene 30 años.

Para los que no lo sepan, la pañoleta es —materialmente— un triángulo rectángulo de tela con vetas de distintos colores en la franja que forman los dos catetos del polígono. Tanto el color de la tela de fondo como el de las franjas de color y su posición permiten diferenciar a un centro de otro. Y es que la pañoleta es un signo de pertenencia a un movimiento (Juniors) y a una parroquia concreta, además de símbolo del compromiso con Cristo y su Iglesia a través de aquél.

Les decía que me puse mi vieja pañoleta —de un centro que ya no existe, de una parroquia que ya no tiene ni templo debido, entre otras cosas, a la dejadez, la prepotencia, y la vacía voluntad de reparación de errores pasados— porque, como reza el lema de los juniors (siempre unidos), uno lo es para toda la vida, y porque el centro donde milita mi hija —que es otro, obviamente— estaba de fiesta grande.

Allí me tenían —no solo a mí, sino también a unos amigos que también fueron educadores del centro junior desaparecido del que les hablaba, y a mi mujer— con nuestras desgastadas pañoletas de fondo verde y franjas negra y blanca, rodeados de decenas de brillantes y nuevas pañoletas de fondo amarillo y franjas negra y roja... Lo cierto es que nuestra franja negra ya es gris y nuestro blanco ya no lo es tanto.

Quizá cogido por los pelos, observar mi pañoleta me hizo pensar.

De los tres colores, solo el verde de la esperanza parecía permanecer inalterable. El blanco de la pureza había perdido su virginidad original. Es cierto que, mirando sólo los tres colores, era blanco, pero su color real al levantar la vista se acercaba más a un crema blanquecino oxidado por el tiempo y el uso. Sin embargo, el peor parado era el negro de la muerte, del sacrificio y del sufrimiento, que no era sino un gris desgastado en cada lavado...

Miré esa pañoleta y, de alguna manera, observé mi vida. O quise hacerlo: la esperanza más o menos intacta, la blancura del corazón un tanto oxidada y manchada, y la muerte y el sacrificio que con cada encuentro renovador con Dios se ha ido mitigando y desgastando, haciéndose más llevadero...

No sé, pero yo sentí como si nunca me hubiera quitado esa pañoleta del cuello. Como si nunca quisiera hacerlo.

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