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martes, 27 de marzo de 2012

Huelgas


Escribo a dos días de la huelga general en España. Ignoro cuál será el resultado: si los trabajadores se habrán echado a la calle con pleno convencimiento, por dejarse llevar o porque no les han dejado otra opción los piquetes informativos. MI experiencia en otras ocasiones ha sido la de ver y saber que muchas empresas y sus empleados seguían trabajando con las cortinas bajadas. ¡Y no porque los empleados quisieran ir a la huelga y les hayan coaccionado, sino por todo lo contrario!

No quiero pronunciarme sobre si hay motivos o no para la huelga, para esta huelga. Ni sobre su idoneidad, o si realmente sirve para algo. Estoy convencido de la existencia de empresarios desaprensivos que se aprovecharán de la situación. Pero también conozco casos de trabajadores especialistas en “bajas” que prefieren no trabajar y cobrar. Y tampoco tengo claro cómo una huelga puede ayudar a encontrar empleo a cinco millones de parados.

Si ha llegado el momento de apretarnos el cinturón e incluso hacer algún agujero más en el mismo, pues habrá que hacerlo. Todos. Justa y equitativamente. Unos más, y otros menos. Pero si empezamos con la espiral del “es que lo mío es más importante que lo tuyo” siempre encontraremos a alguien que argumente eso mismo sobre cada nuevo asunto importante una y otra vez. Si te empeñas en ponerte arriba, siempre habrá quien quiera estar más alto...

Pero no era de esa huelga de la que quería hablarles, sino de otras muchas huelgas. Y mucho peores. Y más cotidianas...

Quiero hablarles de las huelgas de amor. Sí, ésas en las que estamos cuando alguien sufre a nuestro lado y pasamos de largo. Esa huelga que nos impide repartir cariño y sonrisas. Esa huelga que utilizamos para no cumplir con nuestras obligaciones.

Porque cada vez que no celebramos la Eucaristía estamos en huelga. Cada vez que no hacemos esa llamada que alguien espera, o pedimos perdón a quien hemos ofendido, estamos en huelga. Cada vez que contestamos de malos modos, estamos en huelga. Cada vez que mentimos al mendigo diciendo no llevar dinero, estamos en huelga. Cada vez que no escuchamos, ni tendemos nuestros brazos, o prestamos nuestros hombros, estamos en huelga. Cada vez que vemos a un compañero cargado, “estresado”, cansado, y no le echamos una mano sin necesidad de que nos lo pida, estamos en huelga. Cada vez que nos olvidamos de rezar, de agradecer, de interceder, de suplicar, estamos en huelga.

Y ¿qué quieren que les diga? Estas son huelgas mucho más graves. Son huelgas de humanidad, huelgas de amor, huelgas de Dios.

Como les ha dicho el Papa a los niños en México: si queréis cambiar el mundo, cambiad vuestros corazones. Por ahí van los tiros. Siempre han ido por ahí. Cuando Jesucristo llamaba a los fariseos duros de corazón ya iban por ahí.

Las manifestaciones y los gritos no arreglarán nada si nuestros corazones están en huelga. La voz sin corazón sólo será ruido baldío, ni siquiera música. Las razones, sin corazón, dejan de ser razonables.

Deberíamos hacer huelga —ésa sí— de nosotros mismos. De nuestros egoísmos y vanidades. De nuestros miedos y complejos. De nuestros muros y barreras. De nuestra ira y de nuestra falta de paciencia.

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