Lo reconozco: a veces me pasa, soy de esos que esperan que la justicia divina —tarde o temprano, en esta vida o en la otra— ponga a cada uno en su sitio.
No es que tenga dudas al respecto. Es que en ocasiones lo anhelo “demasiado”, acercándome a lo que podría llamarse deseo de venganza (aunque no sea por mi mano), sin caer en la cuenta de que quizá —en realidad, seguro— será a mí al primero al que pongan en su sitio el día del Juicio.
El refranero popular está lleno de apelaciones a esa compensación debida. En el camino nos encontraremos, a todo cerdo le llega su “sanmartín”, ... Muchas frases para recordar el castigo, la justicia final que todo iguala. Incluso en el Evangelio encontramos las “bienaventuranzas” en Mateo, que Lucas amplía y extiende al incluir también su sentido negativo...
El problema no es que cada uno de nosotros vaya a ser juzgado. Ni siquiera lo es poner en duda la misericordia infinita de Dios, o su concepto de justicia —recuerden la parábola del hijo pródigo— que poco tiene que ver con el nuestro. La cuestión es el amor al enemigo...
Ahí está lo difícil. Todos tenemos experiencias de este tipo. Personas que, en momentos concretos, o a lo largo de toda su vida, nos han hecho la vida imposible, víctimas de un trato injusto e injustificado, que nos han hecho daño. Si en esos casos “poner la otra mejilla” ya resulta difícil, no caer en la tentación de esbozar una leve sonrisa pensando en la que le espera a nuestro agresor cuando se encuentre con Dios es casi misión imposible. ¡Éste es el problema!
“Poner la otra mejilla” no significa sólo no contestar a la violencia con violencia, sino también desear el bien a nuestro agresor. Y no sólo desearlo, sino procurarlo. Al menos, su bien espiritual: rezar por su alma, por su conversión, por el perdón de sus pecados...
Quizá nos iría mejor si cayéramos en la cuenta de que a todos nos hace falta que nos traten así. Y es que, el que más y el que menos, todos somos víctimas y verdugos de vez en cuando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario