En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 31 de julio de 2012

¿Crítico, o criticón?


La verdad es que las personas, en el fondo, tendemos a cambiar poco. Y cuando lo hacemos, en muchas ocasiones, es por propia conveniencia, lo que significa que, en el fondo, tampoco hemos cambiado ni en esos casos...

Siempre he sido un poco “mosca co**nera”. Me gusta llevar la contraria (algo que saca de quicio a mi hija, como les contaré enseguida), hacer de abogado del diablo, adoptar una posición distinta que sirva de contrapeso. De hecho, en una de las últimas reuniones de nuestro grupo de matrimonios —saludos, betanios— a una persona le salió del alma comentar que si yo hubiera sido uno de los doce apóstoles, Judas no habría entregado a Jesús, sino a mí...

El caso es que volvía con mi hija recién llegada de campamento el otro día camino de la playa. La chiquilla —tiene 17 años, pero para un padre eso no la sitúa necesariamente a un año de la mayoría de edad— me explicaba excitada los juegos y actividades del campamento. Otros asuntos los comparte solo con su madre.

Me contaba en concreto una especie de rallye en la que una de las pruebas consistía en que el educador de turno te estampa un huevo crudo sobre la frente. Sin más. Irremediablemente. Y lo siento, pero en ese momento salió el espíritu crítico —y criticón— que hay en mí. La “línea editorial” de este centro —y parroquia— no siempre me parece la más conveniente. A fin de cuentas, ella será educadora dentro de unos años, y lo que se ve es lo que suele copiarse.

La verdad es que simplemente le pregunté a mi hija sobre el posible valor educativo de esa prueba, y le hice ver cómo, por ejemplo, si el reto hubiese consistido en, entre dos personas, llevar frente contra frente ese huevo durante un tiempo o distancia, la acción habría podido ser rentabilizada en una posterior reflexión, aún cuando el resultado hubiera sido el contenido del huevo chorreando sobre la cara de los protagonistas.

Y mientras yo hablaba, el silencio de mi hija me traspasaba el alma. No porque la estuviera haciendo responsable de nada, sino porque le revienta que “critique” a sus educadores... “¿Ves por qué no te puedo contar nada?”, fue su respuesta. Y ahí acabó su narración. Diez minutos de silencio hasta que comenzamos a hablar de otras cosas. Lo he probado: no sirve de nada intentar explicar o justificar las críticas.

Lo triste de todo esto es que todavía, a mis casi 48 años, no consigo mantener la boca cerrada de vez en cuando. Lo triste es que esa actitud me haga perder oportunidades de diálogo y acercamiento con mi hija. Y lo triste es que esto ocurra cuando, en ocasiones, tengo razón y razones para hablar.

Supongo que es cuestión de la edad el pensar que lo sabes todo o puedes aprenderlo todo sin necesidad de que nadie te enseñe nada. En la juventud y adolescencia, porque las experiencias de los mayores te parecen caducas. En la edad adulta, porque te crees de verdad aquello de que la experiencia es un grado y que las canas son las que dan sabiduría.

¿Tanto cuesta aceptar que el saber no tiene fecha de caducidad?

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