En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 1 de noviembre de 2011

Cementerios


Reconozco que no fue siempre así. Durante mucho tiempo huía de ellos. Los esquivaba. No me gustaban. De los cementerios, hablo. Hay mucha gente así. Quizá porque sólo acuden en estas fechas de noviembre cuando el ajetreo, el ruido y el comercio invaden la paz de estos lugares. Quizá porque los asocian al dolor por la pérdida de seres queridos o, al menos, conocidos. Quizá porque nos repele el culto a los muertos.

Y es que, efectivamente, un cementerio no es un lugar de culto a los muertos, ni a la muerte. Eso es más bien Halloween: disfrazarse de formas terroríficas e ir asustando al personal.

No. Será la edad, pero en los cementerios respiro muchas cosas...

¿La más visible? ¡Amor! Personas visitando las tumbas de otras personas que fueron algo en su vida, o incluso en la vida de otros que les precedieron. Personas que llevan flores y mantienen limpias las lápidas. Personas que rezan oraciones. Personas que sacrifican parte de su tiempo, su comodidad y su dinero no para rendir tributo a unos huesos, sino al amor que recibieron de y dieron a la persona cuyos restos visitan.

Y también desamor. El de aquellos olvidados porque ya no queda nadie que pueda visitarles, o porque los que les conocieron no tiene tiempo para ellos. También hay mucho de esto en los cementerios. Cuando voy, me gusta rezar una oración también por todos ellos. Puede que a los ojos de los hombres algunos se merecieran ese olvido, pero no a los ojos de Dios...

Porque lo siguiente que respiro es esperanza. En nada han de quedar nuestros cuerpos. A nada se ha de reducir todo lo atesorado en al tierra. Y, sin embargo, aún a pesar de esa enorme limitación, el amor perdura. El que dimos. El que nos dieron. El que nos dan tras nuestra muerte. El de Dios. Esperanza porque no hemos nacido para la muerte, sino para la vida eterna. De forma similar a cuando uno peregrina al Santo Sepulcro en Jerusalén, no acudimos a visitar una tumba, sino una tumba vacía. Cristo resucitó. El sepulcro vacío es la prueba. Nosotros también lo haremos. Nuestras tumbas serán la prueba. He ahí el soplo de esperanza...

Y junto con al esperanza —formando parte de ella— siento la humildad. Sin Dios, todo mi ser quedaría reducido a lo que físicamente queda en esos nichos. Sin Dios sólo sería un accidente, un capricho, un número indeterminado de átomos organizados de cierta manera. Pero con Él todo cambia. Todo tiene sentido. Sin Él, ni tú ni yo somos nada. Y precisamente creo que es esta verdad la que nos hace sentirnos inquietos cuando visitamos los cementerios: reconocer que estamos en sus manos y no somos dueños de nuestra vida.

Los cementerios interpelan nuestras almas. Yo ya no les tengo miedo. Son alcobas donde esperar la resurrección. Es el lugar donde comienza el Cielo.

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