En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 12 de abril de 2011

Poder y Gloria ...


O sólo gloria. A la mayoría de los mortales —¡qué manía!, si somos inmortales, en realidad— nos basta con eso. Ya dice el dicho que todo el mundo tiene derecho a sus cinco minutos. Además, somos humanos. Necesitamos el reconocimiento de los demás, las palmadas en la espalda y el aplauso cuando acertamos, cuando hacemos las cosas bien. La verdad es que también —especialmente— cuando las hacemos mal. ¿Por qué negarlo? Al César, lo que es del César...

Pero, ¿qué ocurre cuando se trabaja para Dios, o se dice trabajar para Él, cuando nos empeñamos en labores para anunciar su Reino? ¡Resulta tan fácil decirlo y tan difícil sentirlo!

No sé a ustedes, pero a mí me ocurre a menudo. Intento hacer las cosas —sobre todo éstas— de la mejor manera posible. Que sean originales, impactantes, que cumplan su cometido, para mayor gloria de Dios. Me lo repito, constantemente. Lo digo a todo el que quiera escuchar: a mayor gloria de Dios. Y sin embargo..., ¡cuesta tanto aislar eso del reconocimiento personal que tu labor va a tener o merece! La mente va más rápida que la voluntad. Estás creando, no has acabado, y ya estás imaginando las repercusiones, los asentimientos, las muestras de alabanza. ¡Cuánto daño hace el aplauso, y también su ausencia! ¡Es tan fácil decirlo y tan difícil sentirlo!

Al final, hasta dudas de tus verdaderas intenciones e incluso te sientes mal cuando recibes el halago por la labor realizada. Mal y bien. Bien, porque te gusta. ¿A quién no? Eso motiva para continuar. Pero mal, porque ya no sabes qué te motiva más: tu fama, o la obra de Dios. Una “rayada”, como diría mi hija. Fruto de una educación opresora, como diría algún político.

Y es que encima, sin las palmadas en la espalda y las muestras de cariño te sientes mal. Y te sientes doblemente mal —va a ser la “rayada” de mi hija— por sentirte mal, porque eso da razón a la tesis de que pesa más tu gloria que la de Dios.

Es lo mismo que ocurre cuando te ofreces una y otra vez y es otro el escogido. O no eres lo suficientemente bueno, o quizás lo que haces no es tan bueno como piensas.

O cuando crees en una causa, en un proyecto, y lo compartes e invitas —convencido de su bondad— a otros y te quedas solo. Y aún así sigues adelante, ¿por la gloria de Dios, o por la tuya? ¿No serás otro “iluminado”?

En esos momentos de duda a uno le llama dejarlo todo, llamar a la puerta de un convento franciscano y pedir una escoba para barrer el patio a cambio de un mendrugo de pan. Pero ¿eso no sería despreciar y desperdiciar los talentos que Dios me ha dado?

¡Qué fácil es decirlo y qué difícil sentirlo!

Y además, ¿todo esto no es autocompadecerse? ¿No es autocomplacencia? ¿No busco con esta reflexión, precisamente, una palabra de ánimo a mi ego herido o dubitativo?

¿No te ha pasado nunca? A mí, constantemente.

¡Qué difícil es ser cada vez menos yo, para ser cada vez más Tú! ¿Alguien dijo alguna vez que fuera a ser fácil?

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