En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 29 de marzo de 2011

El virus de la corrupción


Probablemente comenzó como una chiquillada. Quizá fue una breve mentira, un simple ocultamiento, algo insignificante... Pero allí estaba el germen, la enfermedad con todo su potencial.

Si nadie se entera, no pasa nada. Si algo no se ve, no existe. Es cierto: algo te dice que aquello no está del todo bien. Por eso lo escondes. Te escondes. Pero como no puedes huir de ti mismo, comienzas a justificarte...

En realidad, te han dicho que aquello no está bien, pero lo cierto es que, en tu situación, todos harían lo mismo. De hecho, lo hacen. ¿Por qué ser el único pringado que no saca tajada? Te han comido el coco para mantenerte oprimido, sometido. Ese sentimiento de culpa es fruto de una educación represiva y represora.

Y así, se comienza con poco. No es algo importante. No es grande, ni aparatoso. Es lo comúnmente aceptado. La línea se convierte en franja y los bordes se difuminan. Nos movemos en el terreno de lo “socialmente tolerable”.

Sin embargo, comienza a crecer. Cada vez abarca más. Cada vez es más atrevido y exigente. Insaciable, sería el concepto. Es entonces cuando el criterio de la “conducta socialmente aceptable” ya no es suficiente. De esta forma, sin abandonar la justificación de la práctica moral generalizada, añadimos un nuevo argumento: la justicia.

¿Irónico? No. En absoluto. El mundo no ha sido justo conmigo. O la vida. O el jefe. O Dios... Yo sólo estoy tomando lo que me pertenece, lo que merezco, lo que me han hurtado. Y es que, sin duda, yo merecía más.

Y ése es el último paso... Si me lo han robado, los ladrones son otros. Los otros. El otro... En el fondo, la culpa no es mía, sino de los demás. Y como el mundo es culpable, el mundo tiene la obligación de restituirme lo que me corresponde y seré yo quien decida qué es y cuánto. La sociedad tiene una deuda conmigo. ¿Qué digo la sociedad? Dios mismo me lo debe. Me debe la felicidad en este mundo y su misericordia infinita para el mundo futuro...

Así, le damos la vuelta al argumento: si Dios existe, tiene la obligación de perdonarme; y si no existe, no hay motivo para hacer el “primo”.

Y yo me pregunto: ¿cuándo olvidamos que nada es tan pequeño como para ser insignificante?; ¿cuándo decidimos someternos a la tiranía de la moral mayoritaria ahogando la voz interior que Dios mismo puso en nuestro corazón?; ¿cuándo decretamos la no existencia de consecuencias para nuestros actos?; ¿cuándo desterramos el sentido de responsabilidad de nuestras vidas?; ¿cuándo llegamos a la conclusión de que es Dios quien se aleja, siendo que es El el que sale una y otra vez a nuestro encuentro?; ¿cuándo nos convertimos en dioses, en nuestra única medida y fundamento?

Corrupción no es lo que hacemos. La que se corrompe es nuestra alma inmortal.
Pero incluso eso tiene arreglo... No porque Dios nos deba nada, sino porque lo da todo gratuitamente. No porque deje abiertas las puertas de su Reino, sino porque sale a los caminos a buscarnos e invitarnos. Lo hizo en el pasado y lo hace cada día.

Sólo hay que responderle “sí, quiero”. No con la boca, sino con alma y cuerpo.

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