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martes, 12 de julio de 2011

Imaginaciones mías


Un buen amigo me ha recordado recientemente nuestro viaje a Egipto que prácticamente concluyó con la ascensión al Monte Sinaí...

Además de a las personas —tanto a los viajeros como a los egipcios que se cruzaron en nuestra ruta— recuerdo de aquel viaje algunas cosas con especial sentimiento.

La primera y más llamativa, el Nilo. La fuerza calmada de un río que es capaz de hacer verde el desierto y cobijar y dar vida, convirtiendo un entorno hostil en la imagen más cercana al Paraíso que puedo imaginar hecha realidad. Serán imaginaciones mías, pero cuando pienso en el Nilo tengo la sensación de que nuestra vida como cristianos debería parecerse al discurrir de ese río.

El segundo recuerdo, salir de ese fantástico entorno y atravesar durante ocho horas de autobús el desierto para llegar al pie del Monte Sinaí. Sin exagerar: no más de cuatro árboles en todo el camino, a excepción de una pequeña plantación de palmeras —un vivero realmente— que no levantaban más de metro y medio del suelo en las cercanías de un pozo. Ni humanos, ni más huella humana que una carretera en algunos tramos oculta bajo la fina arena. Serán imaginaciones mías, pero, ¿cuántas veces nos encontramos atravesando desiertos en nuestras vidas, añorando y tentados de volver a comodidades dejadas atrás? Avanzar no siempre es un camino fácil. Ni rápido. Pero sí, necesario.

Tercer recuerdo: todavía me duelen ciertas partes del cuerpo al pensar en la ascensión —y sobre todo en el descenso— del Monte Sinaí. No es broma.

Pero la verdad es que jamás he visto tantas estrellas como en aquella ascensión. La luna llena ya se había puesto y, en la completa oscuridad de la noche, a lomos de un camello durante un par de horas, no había muchos otros sitios donde mirar. Sobre todo, porque si miraba al suelo me daba cuenta que el animal se empeñaba en caminar por el borde externo —el que da al precipicio— del camino. Y oigan... Que con el cuello que tienen, la cabeza y los ojos del camello ¡viajan casi dos metros por delante que sus patas! ¡Que no ven donde pisan! Pero aquel cielo... Aquel cielo estaba blanco de tantas estrellas que sólo podía contemplar mientras alguien guiaba mi camino. Y de nuevo serán imaginaciones mías, pero creo que a veces en nuestra vida nos falta ese acto de fe para dejar guiarnos. Confiamos más en nuestros sentidos, en nuestras fuerzas, en nuestra mente y nos negamos a aceptar que sea otro quien nos lleve de la mano. Incluso consideramos esto un signo de debilidad y una injerencia en nuestra libertad intolerables. Sobre aquel camello recordé mi inocencia cuando de niño sólo podía deslumbrarme por luces lejanas dejándome llevar por un camino desconocido. Recordar aquel trayecto a lomos del camello me hace pensar en que no se trata de renunciar al uso de la razón, sino de hacer un mayor uso de la esperanza en nuestras vidas...

Tras el camello, todavía media ascensión. Esta vez a pie, de piedra en piedra. Casi dos horas más hasta la cima a la luz de linternas que alumbran las piernas de quien te precede. Será otra vez mi imaginación, pero ¿cuántas veces nos empeñamos en abrir sendas nuevas por el simple hecho de no seguir caminos válidos que otros recorren? ¡Cuánto empeño en ser originales! El camino es mío no porque sea nuevo, sino por ser yo quien lo recorre.

Último recuerdo: la cima, un frío intenso. Apretados unos contra otros, acurrucados, esperando la luz y el calor de un amanecer fantástico a más de dos mil metros de altura y sobre un mar de montañas rojas. Serán imaginaciones mías, otra vez, pero si en ese momento se hubiese “abierto el cielo” y aparecido Dios en toda su majestad, probablemente, no habría encontrado mejor marco, ni pueblo con mayor esperanza en su llegada.

¡Y pensar que no quería ir a Egipto!

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