En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 5 de julio de 2011

Elogio de lo necesario


Lo reconozco: soy casi adicto a la tecnología, como mucha gente. Y digo “casi” porque gracias a Dios mi poder adquisitivo y el miedo a mi mujer —que en más de una ocasión me ha amenazado con “embargarme” la nómina— impiden que sea un adicto pleno.

En realidad, es medio en broma..., pero medio en serio. Cuando conozco de la existencia de ciertos aparatos con ciertas prestaciones me inunda un cosquilleo en el estómago que para mí que no es sano. Hambre, propiamente dicha. Una nueva cámara u objetivo de Nikon, el nuevo modelo de motocicleta —la mía ya tiene cinco años— o el nuevo cachivache de la empresa de la manzana (estoy enfadado con ellos y no voy a decir el nombre), ...

La cosa no llega a mayores. Un poco de dientes largos y el propósito de comprar un cupón de la ONCE (algo que no hago, así que nunca me toca). Pero no dejo de preguntarme si es simplemente porque no puedo pagar tales lujos “de estar a la última”, o porque realmente soy consciente de lo que en cada momento necesito realmente. Mi D-200 es una máquina excelente (aunque ya haya sido superada con creces) y tengo un respetable juego de objetivos para la misma. La moto funciona y cumple su cometido. Y aunque tampoco sean “lo último”, de informática estoy bien surtido, y todavía no me he encontrado con nada que quiera hacer que no haya podido por falta de “máquina”.

Aún así... ¡Es que es tan fácil caer en las redes de la tentación (perdón, adicción)!

Ahora mismo, no sabría qué hacer sin mi iPhone. Ya sé que es una exageración, pero lo echaría de menos. Y echaría de menos ciertas funcionalidades y características a las que me he acostumbrado y he insertado de forma tan profunda en mi vida que ya forman parte de mis hábitos diarios. Desde consultar el tiempo, a recibir los correos electrónicos en cualquier momento y lugar, realizar todo tipo de búsquedas, comunicarme y leer —alguna vez— un comentario histórico al evangelio del día... Son algunas de las actividades que realizo a diario con el “bicho”.

De la misma forma, cuando llego a casa me coloco frente al ordenador —como si no hubiera tenido bastante en toda la mañana— aunque, esta vez, para consultar noticias y trabajar en el mantenimiento de esta web, y en otros temas.

Aunque soy plenamente consciente de ello, a veces se me olvida que el mundo de verdad está ahí fuera y que todos estos “aparatitos” sólo son medios para relacionarme con él... ¡Por eso las vacaciones en un lugar sin teléfono vienen tan bien! No porque abandone la tecnología —que no lo hago— sino porque restrinjo su uso a la que probablemente es una más justa medida.

Lo malo de todo —y ése sí es mi pecado— es que no siempre siento la misma hambre que me producen ciertos anuncios tecnológicos como por acudir a misa. Y eso sí es grave, porque debería sentir esa necesidad siempre. No creo que la tecnología tenga la culpa de ello. Probablemente sea más cosa de la rutina y de una existencia que llenamos de cosas no siempre necesarias.

Por eso, cuando a veces me golpea fuerte la nostalgia de ciertas celebraciones    —lejanas ya en el tiempo— en albergues y campamentos, recuerdos de aquellos sentimientos y experiencias vivas y profundas, especialmente en Semana santa y Pascua, doy gracias a Dios. Doy gracias por aquellos momentos y porque mi corazón todavía siente hambre de lo necesario. Doy gracias porque no es melancolía o añoranza de tiempos pasados, sino anhelo de encuentros, ansiedad de lo realmente necesario.

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