Probablemente sean pocos los que se hayan percatado. Durante las últimas semanas he guardado silencio. Huelga de teclas caídas. Y les confieso que mientras escribo esto sigo tentado de mantener este paro técnico.
No negaré que la decisión de Benedicto XVI ha turbado mi ánimo, aunque —para ser justos— ya venía “tocado” de antes. Las reacciones y reflexiones sobre la renuncia del Papa que se desplegaron posteriormente no hicieron otra cosa que reafirmarme en aquel viejo consejo: si las palabras no van a mejorar el silencio, mejor no romperlo...
Y en ésas estaba hasta que ayer un buen amigo, preocupado por la ausencia de mi clásica incontinencia verbal (que algún lío me ha procurado), intentó motivarme —léase desafiarme— a expresar por escrito qué le pide la Iglesia —y el mundo— al nuevo Papa, cuya identidad todavía desconocemos.
¿Qué Papa necesita la Iglesia? Una pregunta a la que parece que nadie —desde dentro y desde fuera— se resiste a contestar. Desde cardenales hasta el último de los bautizados. Desde creyentes a ateos beligerantes. Demasiadas voces y quizá poco silencio.
Y es que siendo la pregunta importante e interesante, me parece que no lleva la dirección correcta. Deberíamos preguntarle a Dios y no a nosotros mismos. Debemos preguntarle qué Iglesia quiere, qué Papa quiere, qué va a pedirle, qué nos pide diariamente.
La respuesta, probablemente, no es nueva. Me atrevería a asegurar que quedó pronunciada y escrita hace mucho tiempo. Supongo que de la Iglesia Dios espera que sea fermento, el comienzo de su reinado, el espejo de su amor y su gloria, el cuerpo que acoja a todos los que confiesan su fe en Cristo. Y del Papa, imagino que Dios espera su amor, su constancia, su fe y su esperanza, que sea signo de unidad y servicio, que se deje lavar los pies, que perdone hasta setenta veces siete, que ate y desate y, sobre todo, que apaciente sus corderos.
Claro que todo esto son suposiciones mías. A fin de cuentas no soy el portavoz oficial de Dios en la tierra. Ni lo pretendo. Seguro que tiene mejores voces para serlo. Por eso, mejor me callo y les dejo con el silencio.
Ojalá ahí, en el silencio, ustedes, yo, y sobretodo los cardenales electores escuchen Su Voz, la de Dios. ¡Da igual el tiempo que tarden!
Apuntaba una idea el cardenal Timothy Dolan —una de las pocas voces que han traído algo de calma a mi espíritu últimamente— estos días atrás. No es literal, pero venía a decir —o así lo entendí— que por encima de la función e importancia del Papa está la Eucaristía. Que ahí radica la fuente de la fuerza y vitalidad de la Iglesia, más que en el sucesor de Pedro. Porque en la Eucaristía es Dios mismo quien nos une y se hace presente entre nosotros y en el interior de cada uno. Con mis propias palabras: la Iglesia puede vivir más tiempo en “sede vacante” que con el “sagrario vacante”.
¿No les he dicho ya en más de una ocasión que me cae bien este tipo? ¡Dios no quiera que sea el elegido! Me sabría muy mal verle sometido a la tentación del trono que aísla, que puede distanciar la vista, taponar los oídos y atrofiar los brazos. No es que sean peligros exclusivos de los nombramientos eclesiásticos. Cualquier poltrona o asiento, en cualquier ámbito, hasta el doméstico, los lleva aparejados.
¿Ven lo que les decía sobre mi incontinencia verbal? ¡Mejor callar!
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