Somos competitivos. Está en nuestra naturaleza. Cuando alguien hace algo que está a nuestro alcance sentimos un irrefrenable estímulo para superar esa marca. A fin de cuentas, si Adán y Eva mordieron la manzana fue para competir con el mismo Dios que les había creado.
No es que la competencia no tenga su lado positivo. Sin duda, lo tiene. Puede hacernos mejorar, motivarnos a extraer lo mejor de nosotros mismos. Es lo que tiene “competir” con uno mismo. Pero incluso cuando es la envidia o el afán de gloria nuestro mayor aliciente, Dios sabe escribir con nuestros renglones torcidos. Está claro que no podemos quedarnos parados tal cual nos parieron. Somos seres en permanente evolución y cambio, llamados a “progresar adecuadamente”.
El problema es que a veces nos dejamos llevar tanto por esta inercia que perdemos el norte, sobredimensionamos las batallas, nos extralimitamos, e incluso podemos terminar haciendo el ridículo. Yo lo he hecho, y quién no, que levante el brazo.
Todo esto también ocurre dentro de la Iglesia. Y en ocasiones, estas competiciones nos separan, nos acercan a la idolatría, al fanatismo y al puro activismo o, lo que es más grave, disgregan nuestros esfuerzos y ofrecen una imagen distorsionada de Dios y su Iglesia.
Si nos paramos a pensar, ¿qué sentido tienen muchas cosas de las que hacemos? ¿Qué sentido tiene duplicar y repetir lo que otros ya han hecho? ¿Qué razón hay en querer abarcar más allá de nuestro campo natural? ¿Qué motivo hay para el derroche que conlleva querer llegar más allá de donde nos toca, cuando eso ya está cubierto por otros “de los nuestros”? ¿Por qué luchar por ser los primeros, por mantenerse en lo alto, por hacer lo que nadie nunca ha hecho?
Les pongo un ejemplo cercano. No me entiendan mal. El Papa es el Papa, y que nadie me lo toque. Sea quien sea el elegido. Es la garantía visible de que al timón sigue Cristo... Pero lo papas —como los obispos, los curas y hasta los feligreses— pasan, y el cuerpo permanece.
Con la renuncia de Benedicto XVI ¿no les pareció asistir a una competición a ver quién elogiaba más y mejor su figura y su pontificado? Y no digo que hasta todas y cada una de esas palabras, loas y alabanzas, pudieran estar justificadas. Pero es que no hubo nadie que no saliera a decir “esta boca es mía”.
Y ahora, cuando el nuevo Papa resulte elegido y anunciado, ¿cuánto tiempo creen que vamos a tardar en asistir a un espectáculo similar? Mensajes, telegramas, declaraciones, visitas rápidas... ¡Si incluso hay obispos que han decretado volteo y repique de campanas en todas sus parroquias cuando aparezca el humo blanco sobre la Capilla Sixtina!
No digo que no sea momento de alegría. La elección de un Papa es un acontecimiento histórico. Y es importante. Pero ¿no sería más merecedor de un volteo y repique general de campanas, cada vez que celebramos la Eucaristía, el momento de la consagración, donde se hace presente corporalmente nuestro Señor?
Quien me conoce sabe que no soy de los que llaman “anti-jerarquía”. Al contrario. Con el Papa, a muerte..., ¡pero con Cristo, más y antes! Ésta ha sido la última lección que he asimilado del pontificado de Benedicto XVI. Al final, el Papa es un hombre, y como hombre puede defraudarte. Ya lo hizo San Pedro cuando negó a Cristo tres veces... Él, Cristo, no nos ha negado ni una.
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