El Papa Benedicto XVI lo expresa en los dos últimos párrafos de la octava catequesis que dedica al Año de la Fe.
En el primero, nos recuerda que el Adviento “nos recuerda una y otra vez que Dios no se ha ido del mundo, que no está ausente, que no nos abandona; al contrario, sale a nuestro encuentro de diferentes maneras que tenemos que aprender a discernir”.
Dios no vuelve por Navidad. Siempre estuvo ahí. Nunca se fue. Ha estado a lo largo de la historia: en el momento de la creación, en el de los pactos y alianzas, en el de los prodigios y milagros, en el de su encarnación y nacimiento como uno de nosotros, en el corazón de su Iglesia y de los santos...
Dice el Papa en el último párrafo de su catequesis que “también nosotros, con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados, día a día, a distinguir y testimoniar esta presencia en el mundo a menudo superficial y distraído, a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que ha iluminado la gruta de Belén”.
Un mundo superficial y distraído... Más veces de las que deberíamos, nosotros mismos, ¿no?
Porque superficial es relajar nuestro ser cristiano al cumplimiento de unas normas, ritos y costumbres. Tan superficial como cualquier actividad —aún las más magníficas— que no son conscientes de su porqué.
Y distraído. ¿O acaso no pueden convertirse en distracción esas mismas normas, ritos y costumbres? ¿O la acción, por la simple acción?
Cristo al centro... ¡y desde allí hasta la periferia! Inundándolo todo, hasta el último poro de nuestra piel y la más ínfima molécula de nuestro interior. Descubrirle en nuestra vida. Hacerle visible frente a tanta luz falsa o simples reflejos de la luz verdadera.
La semana que viene, Navidad. Pero no se equivoquen: Dios no viene; nunca se fue. Aunque a veces es difícil verle...
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