Esta pasada semana me topé con este bello Himno del siglo IX que formaba parte de la Liturgia Latina en este tiempo de Adviento.
“Que el sol, los astros, la tierra y los mares
resuenen ante el advenimiento del Dios altísimo;
¡que el rico y el pobre unan sus cantos
para celebrar al Hijo del Creador supremo!
Su nacimiento precede a la estrella de mañana:
éste es el Salvador prometido antaño a nuestros padres,
fruto glorioso de una Virgen,
el Hijo del Dios todopoderoso.
Éste es el Rey de la gloria,
el que debía venir para reinar sobre los reyes,
para poner bajo sus pies al enemigo cruel,
y para curar al mundo enfermo.
Que los ángeles también se alegren;
que todos los pueblos se estremezcan de alegría:
el Altísimo viene humildemente para salvar lo que perecía...
Que los profetas alcen sus voces y profeticen:
¡El Emmanuel ya está cerca de nosotros!
Que la lengua de los mudos se desate,
y vosotros, los cojos, corred a su encuentro...
Todas las naciones y las islas, aclamad este gran triunfo.
Corred como acuden los ciervos:
he aquí el Redentor que viene.
Que los ojos de los ciegos, hasta ahora cerrados a la luz,
aprendan a traspasar las tinieblas de noche, y abrirse a la luz verdadera...
¡Alabanza, honor, poder y gloria a Dios Padre,
y a su Hijo en la unidad del Santo Espíritu por los siglos eternos!”
Me ha parecido bonito compartirlo con todos, ya lo conocieran o no, especialmente en este contexto de reflexiones a raíz del Año de la Fe. No en vano, nuestro Credo, tras llamar a Dios padre y reconocerle como todopoderoso, afirma nuestra fe en su Hijo, nuestro Señor, ése que se acerca, que siempre ha estado, ése que, como señala Benedicto XVI en su catequesis semanal “no es algo que se superpone a nuestra humanidad, sino el cumplimiento de los más profundos anhelos humanos”.
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