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martes, 25 de octubre de 2011

Catequizando al catequista (IV)


Catequizando al catequista

Ya lo decía mi profesor de Derecho Civil: “nadie puede vender válidamente aquello que no es suyo”. Pues eso... Que nadie puede dar lo que no tiene. Ni guiar a nadie a un lugar cuya situación desconoce...

Ser catequista es algo muy gordo. En la mayoría de los casos, lo que tú consigas transmitir y enseñar será toda la base teológica, todo el estudio bíblico, todo el conocimiento sobre la historia de la salvación que esos chavales van a tener a lo largo de su vida. En otros momentos podrán vivir experiencias que enriquezcan su fe. Durante la catequesis, además de esas experiencias, encontrarán “razones” para esa fe, aprenderán el por qué de muchas cosas.

A medida que vayas avanzando, te sorprenderás de lo poco que saben de todos los aspectos de la vida religiosa y de la propia persona de Jesús. Desde por qué no se canta el Gloria en Adviento o el Aleluya en Cuaresma a quién fue Abraham. La primera vez que les nombré a Zaqueo ni les sonaba el nombre, y no les pidas que ordenen cronológicamente personajes del Antiguo Testamento. Si recuerdan los Diez Mandamientos —aún alterando el orden— tendrás suerte. Y no hablemos de rezar a diario o la Eucaristía semanal... Tampoco les hables de exigencia y compromisos que impliquen pequeñas renuncias y sacrificios. Cuando coincida la reunión de catequesis con la celebración de algún cumpleaños de un amigo o amiga entenderás de lo que hablo...

Así que no hay que dar nada por sentado. Prácticamente hay que partir de cero. Y el primer cero es el tuyo propio. En seguida te das cuenta de que, aunque sepas más cosas que ellos, tampoco las sabes todas. No es que haga falta ser doctor en Teología para ser catequista, pero sí humildad para darse cuenta de que necesitas prepararte para cumplir una misión de tanta importancia y responsabilidad. Y aquí estoy hablando de formación técnica y humana. Sobretodo, de la primera, porque la segunda se presupone si te han encargado la catequesis de confirmación.

Sin descuidar el propio desarrollo y tu experiencia de fe, llega el momento de ponerse a estudiar. Ya ni me acuerdo de cómo se hacía eso. Lo bueno es que no hay exámenes. Lo malo es que lo que está en juego es mucho más importante. Aunque tampoco te creas tan decisivo. El Espíritu Santo sopla cuando quiere, donde quiere, e incluso pese a cada uno de nosotros.

Lo dicho: confiar en la Providencia está bien, pero hay que hincar algún codo. Buscar libros que te sirvan para dar razón de tu fe, acudir a cursos y encuentros de catequistas que organicen en tu diócesis, ... El abanico, es cierto, nunca es tan amplio como uno quisiera, pero como el tiempo tampoco, pues la cosa se compensa...

Y algo muy importante que he aprehendido —con “h” intercalada, sí— en este año y medio que llevo con los chavales: yo también soy catecúmeno. La del catequista es una labor de acompañamiento. Al final, recorres un camino con ellos, aprendes de ellos, te enriqueces con ellos...

Menos mal.

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