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martes, 18 de octubre de 2011

¿Apropiación indebida?


A veces tengo la sensación de que somos pocos —quizá no tan pocos— y mal avenidos. Y no es algo nuevo, ni motivado por acontecimientos recientes y actuales. Lo cierto es que este tipo de pensamientos me han acompañado desde que mi conciencia transformó motivos hasta inconfesables en incipientes compromisos. Mi conciencia, y algo más.

Seguro que les ha pasado más de una vez. Y no siempre habrán estado en el mismo lado de la línea, aunque es cierto que se nota más cuando tienes la percepción de que te dejan “fuera”...

Al final de la jugada, de eso va el tema. Cuando te entregas a fondo a una causa, con el tiempo, corres como mínimo dos riesgos: considerar que tu opción es la mejor y más importante y, además, patrimonializarla. Y cuanto más insistimos y perseveramos, normalmente, hacemos más extremas las consecuencias de estos peligros.

No me cabe duda. Es normal. Nuestra propia limitación nos hace verlo así. ¿Por qué tendríamos que dedicar nuestro tiempo libremente a algo si ese “algo” no es importante? De ahí a ser “especialmente” importante apenas hay unos milímetros. Y a actuar como si fuera “lo más”, sólo unos metros. Quizá en una reflexión sosegada no lo pensemos, pero en nuestra forma de hacer las cosas, y en nuestras palabras menos reflexivas, sí.

Esto ocurre en todas partes, y la Iglesia no es una excepción. Dentro de las mismas parroquias, asociaciones y movimientos. Y, por supuesto, también entre ellos. Al final, unos terminan siendo de Apolo, otros de Pablo, otros ... Y los recelos y malentendidos —cuando no algo más— nacen y crecen, se reproducen y, en demasiadas ocasiones, no mueren. No me lo han de contar. Lo he vivido y lo vivo a un lado y otro de la barrera. A veces intento incluso vivirlo desde ella, como un espectador, pero es imposible.

Con todas esas luchas internas, recelos e incomprensiones, en lugar de hablar de Dios al mundo, dejamos que el mundo hable de Dios. Así de claro. En lugar de levadura, somos gases. En lugar de reflejo de una única luz, somos pequeñas bombillas no siempre conectadas al mismo circuito eléctrico. Y así nos va en este mundo en el que cada vez a más personas les cuesta encontrar motivos para la esperanza: si el panadero no hace su trabajo, no hay pan.

El segundo riesgo del que les hablaba —la patrimonialización— es más ladino. Siempre cabe defensa diciendo que es subjetivo, que no es cierto, que el problema es del que se siente excluido y que esa exclusión, objetivamente, no existe. Mentira. Puede que existan contadas excepciones, pero a base de sumergirnos cada vez más profundamente en nuestras tareas y vocaciones, tendemos a convertirlas en “cotos privados” donde es difícil aceptar al “extranjero” que viene a cambiar —o ni siquiera eso— algo e, incluso, a quitarnos el puesto. Y de nuevo la reflexión nos dirá que no es así, pero nuestros gestos y palabras cotidianas expresarán lo contrario.

Durante muchos años sentí la mirada sobre mis hombros de muchos. De hecho, de vez en cuando, aún lo intentan. Aunque eso sí. Tienen razón en una cosa: al final, uno es marginado si se deja marginar, uno se queda fuera si permite quedarse fuera. Y uno excluye si se niega a dejar espacio, o incluso retirarse silenciosamente cuando llega el momento.

Porque es uno mismo el que que decide tomar partido por un bando o por otro. O tomar el camino de enmedio: el de la fidelidad y el servicio, sin importar bandos o rechazos. Fidelidad a Cristo, y a su vicario en la tierra, al sucesor de Pedro. Servicio al que está a mi lado. Jamás decirle “no” a nadie. Jamás darle la espalda.

Me ha costado cuarenta y siete años —alguno menos— llegar a esta conclusión. Lo importante no es a qué bando me adscriben, ni los “amigos o enemigos” que surgen de esa opción. O ser un “apátrida” porque cada vez voy con unos y, al final, no vas con nadie. O el “vacío” exterior cuando pisas una “reserva de caza” de la que alguien se considera dueño. Lo importante no es el éxito o el reconocimiento en términos de espacio y tiempo, porque Dios no se mueve en esas coordenadas.

Mi barco es la Iglesia, la barca del pescador de hombres. ¿Y el tuyo? Pues si es el mismo, si tú y yo llamamos a Dios “padre” y, por tanto somos hermanos, vamos a dejarnos de tonterías de una vez y empecemos juntos a remar mar adentro.

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