En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?
martes, 6 de noviembre de 2012
Año de la Fe (2): Nosotros creemos...
Pero no crean que en lo mismo. Dios es uno y se nos ha revelado a todos con el mismo rostro: Jesucristo. Pero al ser la fe un don personal, muchas veces maquillamos ese rostro a nuestro antojo y conveniencia. No sólo eso, sino que aplicamos sobre ese don divino las máximas de la propiedad privada: la fe es mía —o es un asunto privado entre Dios y yo— y yo decido en qué creo, y en qué no.
La Iglesia surge entonces como el faro, el nexo, la garante del real rostro de Dios. En la Iglesia y desde ella pasamos a conjugar el verbo creer en la primera persona del plural.
Benedicto XVI lo explica —como siempre— mucho mejor en su segunda catequesis para este Año de la Fe. Les dejo el enlace para el texto íntegro aquí.
Aún así, ni siquiera dentro de la propia Iglesia, todo el monte es orégano. No debería ser, pero ocurre más veces de las que debiera. En demasiadas ocasiones parece que la fe nos lleva a “competir” con el mundo, e incluso entre nosotros mismos...
¿Se imaginan a san Pedro o a san Pablo, a los apóstoles y a los primeros discípulos, compitiendo entre ellos por ver quién es el primero en llegar a tal ciudad a anunciar el Evangelio, o llevando cuentas del número de pueblos visitados o personas convertidas? ¿Se los imaginan presumiendo de estos datos como hazañas, como muestras de su valía, como marcadores para medir su prestigio? A ellos no, pero a muchas instituciones, entidades, movimientos y personas dentro de nuestra Iglesia —la que Jesús quiso y fundó— yo sí les veo estas actitudes. De hecho, ni yo mismo soy siempre ajeno a ellas.
El problema —no se equivoquen— es de fe. De verdadera fe. O mejor, de respuesta a la misma. Si todos profesáramos real y completamente la misma fe estas cosas no deberían pasar. Asumiríamos que somos un mismo cuerpo, que navegamos un mismo mar y que lo hacemos a bordo de un mismo barco. Trabajaríamos por el Reino de Dios sin importarnos quién cobra los réditos, o quién aparece en los títulos. No convertiríamos el Evangelio en una mercancía que hay que vender, ni su anuncio en un problema de primicias o números.
Y es que —como ven— todo esto nos lleva al siguiente paso en esta serie: el contenido de nuestra fe.
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