En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 27 de noviembre de 2012

Año de la Fe (4): Razones para la Fe


Reflexiona Benedicto XVI en su cuarta catequesis en este Año de la Fe sobre la recomendación de San Pedro de estar “siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que pida razón de nuestra esperanza”. Y lo hace enmarcando estas palabras en un contexto social que ha dejado de ser cristiano para pasar a ser indiferente —e incluso beligerante— hacia Dios...

La verdad es que es difícil moverse en la cuerda floja. Y aunque parezca que debiera ser al contrario, la vida de fe siempre me ha parecido un viaje en el filo de la navaja. ¡Quizá me falta fe!

Por un lado, la fe implica una confianza plena en Dios. Pero esa confianza no puede llevarnos al inmovilismo, a pensar que ya que ponemos todo en sus manos todo depende de Él y que con eso ya hemos cumplido. No. Que Dios salga a nuestro encuentro no es razón para sentarnos a esperar su llegada sin hacer nada. ¿Qué diferencia esta actitud de la idolatría?

Por otro, en el rincón opuesto nos encontramos con la actitud —más vigente de lo que parece— reflejada en el refrán “a Dios rogando, y con el mazo dando”. O como señala el Papa, “como si Dios no existiera”, como si no fuera capaz de intervenir directamente en nuestras vidas. Vaciamos de contenido así la imagen presente en el Credo de Dios que es Padre, que es Todopoderoso, que es Creador. En el fondo, volvemos a morder de la manzana, volvemos a querer ser dioses, sin nada ni nadie por encima de nuestras cabezas, o convirtiendo a ese alguien en un mero espectador.

La pregunta final sobre la razón de nuestra fe me parece ésta: ¿necesitas milagros para creer, o porque crees los milagros florecen a tu alrededor?

Reconozcan conmigo que no siempre y en todo lugar la respuesta sincera a esta pregunta es la misma. Y es que ahí está la gracia de la cuestión: una fe sin dudas no es fe.

martes, 20 de noviembre de 2012

Año de la Fe (3): La actitud creyente


Señala Benedicto XVI en su catequesis semanal que, aunque en estos tiempos pueda parecer lo contrario, el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre en forma de anhelo o sed permanente y que, aunque de esa semilla no se puede llegar humanamente a la fe, es la base para su posterior arraigo. Como siempre les digo, él lo explica mejor: Catequesis 3.

De entre todo lo que dice el Papa —que es mucho y bueno— me gustaría reflexionar un poco sobre la actitud del creyente, la vivencia de nuestra fe, que no es estática ni única a lo largo de nuestra vida. Y como alguien —como casi siempre— hizo esta reflexión antes y mejor que yo, permítanme recomendarles un vídeo al que pueden acceder desde aquí y que se basa en un bello relato corto de Gibran Jalil Gibran, poeta cristiano libanés de una sensibilidad especial.

El texto original dice más o menos —ya saben lo que ocurre con las traducciones/adpataciones— así:

“En los días de mi más remota antigüedad, cuando el temblor primero del habla llegó a mis labios, subí a la montaña santa y hablé a Dios, diciéndole:
— Amo, soy tu esclavo. Tu oculta voluntad es mi ley, y te obedeceré por siempre jamás.
Pero Dios no me contestó, y pasó de largo como una potente borrasca.
Mil años después volví a subir a la montaña santa, y volví a hablar a Dios, diciéndole:
— Creador mío, soy tu criatura. Me hiciste de barro, y te debo todo cuanto soy.
Pero Dios no contestó; pasó de largo como mil alas en presuroso vuelo.
Y mil años después volví a escalar la montaña santa, y hablé a Dios nuevamente, diciéndole:
— Padre, soy tu hijo. Tu piedad y tu amor me dieron vida, y mediante el amor y la adoración a ti heredaré tu Reino.
Pero Dios siguió sin contestar; pasó de largo como la niebla que tiende un velo sobre las distantes montañas.
Otros mil años después volví a escalar la sagrada montaña, y volví a invocar a Dios, diciéndole:
— ¡Dios mío!, mi supremo anhelo y mi plenitud, soy tu ayer y Tú eres mi mañana. Soy tu raíz en la tierra y Tú eres mi flor en el cielo; junto creceremos ante la faz del sol.
Entonces Dios se inclinó hacia mí, y me susurró al oído dulces palabras. Y como el mar, que abraza al arroyo que corre hasta él, me abrazó.
Y cuando bajé a las planicies, y a los valles vi que Dios también estaba allí.”

¿Qué quieren que les diga? ¿Cuántas veces no hemos adoptado alguna de estas cuatro actitudes —o una mezcla de varias— en nuestra relación con Dios?

martes, 6 de noviembre de 2012

Año de la Fe (2): Nosotros creemos...



Pero no crean que en lo mismo. Dios es uno y se nos ha revelado a todos con el mismo rostro: Jesucristo. Pero al ser la fe un don personal, muchas veces maquillamos ese rostro a nuestro antojo y conveniencia. No sólo eso, sino que aplicamos sobre ese don divino las máximas de la propiedad privada: la fe es mía —o es un asunto privado entre Dios y yo— y yo decido en qué creo, y en qué no.

La Iglesia surge entonces como el faro, el nexo, la garante del real rostro de Dios. En la Iglesia y desde ella pasamos a conjugar el verbo creer en la primera persona del plural.

Benedicto XVI lo explica —como siempre— mucho mejor en su segunda catequesis para este Año de la Fe. Les dejo el enlace para el texto íntegro aquí.

Aún así, ni siquiera dentro de la propia Iglesia, todo el monte es orégano. No debería ser, pero ocurre más veces de las que debiera. En demasiadas ocasiones parece que la fe nos lleva a “competir” con el mundo, e incluso entre nosotros mismos...

¿Se imaginan a san Pedro o a san Pablo, a los apóstoles y a los primeros discípulos, compitiendo entre ellos por ver quién es el primero en llegar a tal ciudad a anunciar el Evangelio, o llevando cuentas del número de pueblos visitados o personas convertidas? ¿Se los imaginan presumiendo de estos datos como hazañas, como muestras de su valía, como marcadores para medir su prestigio? A ellos no, pero a muchas instituciones, entidades, movimientos y personas dentro de nuestra Iglesia —la que Jesús quiso y fundó— yo sí les veo estas actitudes. De hecho, ni yo mismo soy siempre ajeno a ellas.

El problema —no se equivoquen— es de fe. De verdadera fe. O mejor, de respuesta a la misma. Si todos profesáramos real y completamente la misma fe estas cosas no deberían pasar. Asumiríamos que somos un mismo cuerpo, que navegamos un mismo mar y que lo hacemos a bordo de un mismo barco. Trabajaríamos por el Reino de Dios sin importarnos quién cobra los réditos, o quién aparece en los títulos. No convertiríamos el Evangelio en una mercancía que hay que vender, ni su anuncio en un problema de primicias o números.

Y es que —como ven— todo esto nos lleva al siguiente paso en esta serie: el contenido de nuestra fe.