Lo confieso públicamente: la paciencia no es una de mis virtudes. Al menos, una cantidad significativa de la misma. Tampoco es que no tenga nada, ni que todas mis reacciones sean fruto de la ira, aunque a veces puedan parecerlo. Vehemente que es uno...
Lo intento, pero me cuesta. No me resulta natural. Necesito siempre “llamar” racionalmente a la escasa dosis de paciencia que corre por mis venas. Casi nunca es la primera opción, la espontánea. Ni de cara al otro, ni de cara a mí mismo.
Me resulta complicado repetir algo hasta la saciedad y que no te hagan caso. O explicar un concepto a la misma persona día tras día para darte cuenta que nunca lo ha entendido. Quizá porque le sobrepasaba. Quizá porque nunca has sabido explicarte. Quizá, por una combinación de ambas. Lo peor es que al día siguiente vuelves a explicárselo dando por sentado que no va a entenderte. ¡Y eso es muy malo!
Y es que la paciencia tiene mucho que ver con la esperanza. Si estás convencido firmemente no hay motivo para la impaciencia. Si sabes que tarde o temprano tus esfuerzos servirán para algo tendrás la paciencia suficiente para insistir una y otra vez. Sin desaliento. Sin cansancio. Sin crispación.
No sé si es causa o efecto, pero la impaciencia y la desesperanza caminan de la mano.
Nos falta paciencia. En todas partes. En la cola del supermercado cuando la señora de delante se empeña en buscar la moneda que le falta. En la calle cuando exigimos soluciones inmediatas. En el momento de la muerte o el sacrificio, que queremos en vaso corto y rápido.
Hemos abandonado la paciencia de saborear cada uno de los sesenta segundos que componen un minuto. En el dolor o en la alegría. Todo tiene que ser rápido, precipitado, efímero. Nos alimentamos de semanas vacías de días. De días, vacíos de horas. De horas sin minutos. De minutos sin segundos...
En el fondo, creo que deberíamos “aprender” la paciencia como actitud, más que como respuesta.
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