En vivo y en directo. Autocrítica sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Basta de excusarse en el mundo, la vida o la sociedad. ¿Acaso no formamos parte del mundo? ¿No somos dueños de nuestra vida? ¿No somos los que sostenemos esta sociedad?

martes, 21 de febrero de 2012

Fraternidad


¡Qué gran programa el de Juan Manuel de Prada en Intereconomía las tardes de domingo! “Lágrimas en la lluvia”, se llama, sin duda en referencia a la famosa frase con la que el replicante (Nexus 6) de Blade Runner cierra su vida...

A Juan Manuel de Prada se le podrán decir muchas cosas. A veces, a causa de su profundo conocimiento y sabiduría, puede resultar hasta pedante. No le conozco en persona para saber si lo es. Pero lo cierto es que nadie podrá negarle su actitud de católico “a puerta gayola”, con la etiqueta en la frente y por delante. Sin complejos.

Este domingo le escuchaba, en un momento de su intervención, comentando los tres ideales de la Revolución francesa. En concreto, sobre una “fraternidad” que intenta desentenderse de la “paternidad”. Y todo ello, en vísperas de la Cuaresma, me hizo pensar...

Vivimos desde hace décadas —quizá siglos, pero yo no estaba— debatiéndonos entre el individualismo y la fraternidad, encaramándonos a la tentación de olvidar lo que nos enseñaron de pequeños y conforma —espero— el núcleo de cada uno de nuestros momentos de oración: llamar a Dios, Padre; sentirnos hijos de un mismo Dios y, por tanto, hermanos...

Ahí está el meollo. No somos hermanos por pertenecer a una raza o especie animal. Ni por elección, porque algún texto legal lo diga o la ONU lo proclame. Somos hermanos por ser hijos de Dios. Lo que nos une es nuestro Progenitor, nuestro Creador.

En situaciones de necesidad material como las que vivimos, en nuestra acción generosa y solidaria podemos perder de vista un aspecto muy importante: el porqué de las cosas. Si amamos a nuestros hermanos es por Dios. Si les consideramos hermanos, es por Dios. Si Dios no es la razón que me mueve, si necesito ponerle otros nombres como solidaridad o fraternidad (e incluso justicia social), quizá algo vaya mal. Quizá necesite volver. Quizá necesite conversión...

Cuaresma es tiempo de cambio, de conversión. En realidad, toda nuestra vida lo es. Pero no vale cualquier cambio, ni de cualquier manera. Desventurado aquél que cree construirse a sí mismo y se vanagloria de ello.

Dios es el destino de nuestra conversión. Él está en el origen, y Él es el único camino. Sin Dios como meta, sin Dios como origen, sin Dios caminando a mi lado (o mejor, sin yo caminar a su lado), sin su ayuda, no hay conversión posible. La fe es un don, una gracia, no una construcción de mi razón. Solo yo, no puedo.

¡Dichoso aquél que escoge dejarse construir y reconstruir por Dios!

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